martes, 31 de marzo de 2015

Triunfadela, una redundancia

Por: Carlos M. Álvarez

Nelda Castillo ha vuelto a la carga. Ahora con Triunfadela, un absurdo patafísico.
Teniendo en cuenta que la obra no es más que una mera transcripción de la simbología épica y del altisonante discurso ideológico en el que nos incubamos los cubanos durante la última temporada histórica, quizás no sea exagerado afirmar que hemos estado viviendo ahí: en un absurdo patafísico general y legítimamente instaurado.

Solo tendríamos que pensar el país como un teatro: con sus periódicos, con sus actos multitudinarios, con sus arengas militares, con todo lo que se transformó, a fuerza de costumbre, en idiosincrasia. Porque la idiosincrasia es eso: una costumbre que se sedimentó.
Aquí cabría recordar, además, que la patafísica de Jarry, con Ubú Rey o con Doctor Faustroll, fue altamente contrastante entre el público parisino de fines del XIX y principios del XX, combinando de igual manera los vítores más sonados con los insultos más agresivos. Y eso, al parecer, es lo que también hemos hecho nosotros, los cubanos. Hemos actuado. Con la única diferencia de que hemos sido nuestro propio público. Bebedores de absenta, nos hemos vitoreado, nos hemos insultado, y en medio de la sordina, como una columna de poderoso humo, emergió o se potenció otro rasgo del carácter nacional.

No en lo que decimos, ni siquiera en cómo lo decimos, sino en el volumen con que lo decimos. La opinión del cubano ya es, de por sí, un parlante, con un evidente sinsentido gramatical: escribimos la oda patria en modo imperativo, pero hablándole a la primera persona del plural. Y obvio: no tenemos que aclarar que la salud de un país también pasa por su sintaxis.
Nelda, que hurga, que parece un topo agrimensor, finalmente se percató. Y Línea y 18 –la nueva sede de El Ciervo Encantado– se ha vuelto durante marzo un espejo, un prontuario, un hilarante speech. Aunque no sabemos, como espectadores, si la obra es una alegoría nuestra o si, al cabo, no hemos sido más que una alegoría de la obra.

Hay un sargento que monologa para los soldados recién ingresados en la previa del servicio militar, y que entona, por ejemplo, lo siguiente: “¡Se que-ma la fábrica de fósforos! ¡Se que-ma la fábrica de fósforos!” “¡Si tú tienes una jeva… dale un buen tubazo! ¡Si tú tienes una jeva… dale un buen tubazo!” Etc.

Hay un orador que perora, con dos micrófonos que salen de unos senos o de una barriga abultada e informe. El orador, dentro de su balbuceo, a veces balbucea en una jerga aún más inentendible, suelta verdaderas longanizas onomatopéyicas, que, sin embargo, son las que más nos desternillan. Es decir, sí que las entendemos.

Hay varios reportes de prensa, pero eso ya yo lo sabía, que no hay mejor comedia que los periódicos cubanos, y que con solo cambiar nuestro chip de lectores, estaremos ante varios suplementos humorísticos de la mayor calidad. Hay un punto de horror en la diversión que nos provoca Triunfadela. Y hay muchas trampas sembradas en nuestra psique, que la obra desyerba con desenfado y casi al descuido, como un agricultor entusiasta o como un soldado con recargo de servicio.

No necesariamente tenemos que asistir a la puesta. Basta con que captemos el método de El Ciervo… Salgamos a la calle e imaginemos un montaje. Nos vamos a llevar un susto. Nuestra seriedad –toda nuestra seriedad– puede ser una dignísima broma.


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