Por: Ahmel Echevarría
El
Déjà vu. Experimentarlo incluso en un texto. O propiciarlo en el lector con los
párrafos iniciales de un artículo ya publicado.
Intentarlo de este modo:
“Sucedió
un domingo. Era marzo, de tarde en el municipio Plaza, en la (nueva) sede del
grupo de teatro El Ciervo Encantado, exactamente a un costado del Taller de
Línea y 18. A las 8:30 de la noche se desencadenaría Triunfadela. En el
inicio de la obra aconteció el reencuentro con Nicolás, Nicolás Guillén,
Nicolás Guillén Landrián.
Sobre
la puerta de entrada, en una pantalla la imagen de un inmueble azul, (casi) en
ruinas. Era el antiguo taller de ómnibus Girón. La foto como una suerte de intro,
porque en la pantalla transcurrió el documental Taller de Línea y 18.”
Pero
no se trata de experimentar, en singular y de manera súbita, una experiencia o
momento de vida que me atañe solo a mí, sino un evento colectivo en el que han
estado implicados un gran número de individuos. Y cuando digo “gran número” e
“individuos” hablo de “millones” y “cubanos”. Experimentarlo de manera súbita,
a un costado del Taller de Línea y 18, con El Ciervo Encantado y la obra Triunfadela
(performance en escena), dirigido por Nelda Castillo.
De
la nota del programa: Esta obra patafísica, revista política, joco-seria y
bailable, investiga ese impulso inconsciente, sembrado en lo más profundo de
nuestro cuerpo, que se proyecta sin que podamos evitarlo, fruto de una
acendrada tradición.
Es
cierto, una “acendrada tradición”. Y ahí es donde podría encontrar terreno la
(loca) idea del Déjà vu. Porque en escena —dos gradas a ambos lados del
escenario, al fondo una suerte de estrado, pancartas en paredes y el suelo—,
literalmente con muy pocas palabras y mucha fanfarria se nos ubica al interior
de uno de esos tantos episodios vividos en nuestro devenir en Cuba, un
archipiélago pródigo en actos multitudinarios u otros de pequeña escala que
reproducen (casi una copia al calco) el mismo modus operandi.
Y
con muy poco, en la obra de El Ciervo Encantado se nos abduce o nos llevan a
experimentar una concentración (actos en donde a la Cultura a ratos se le
asigna el espacio de las “pinceladas”) en el parqueo de una fábrica, el patio
de la escuela o el teatro de la universidad, el salón de actos de un hospital o
centro de investigaciones, el barrio, más una lista de ejemplos que terminaría
en... Pienso específicamente en uno, ese no puede ser otro que la plaza en
donde El Ciervo Encantado encontró el espacio de interacción con el público.
En Triunfadela,
un actor es al mismo tiempo pequeño escenario: hombre o mujer ejecutando la
condición de tribuno-tribuna. Su vestuario, que puede ser militar que puede ser
fabril que puede ser agrario que puede ser espartana muda de ropas de alguien a
la cabeza de algo (Sindicato, Comité de Base, Brigada, Colectivo, pelotón...),
incluye micrófonos (falsos micrófonos como organillos medio enhiestos nacidos
en el tejido adiposo del abultado abdomen) para multiplicar el alcance, en
cuanto a decenas o centenares de oídos, de un discurso en donde —al parecer—
solo importa la modulación y proyección de algo enunciado desde la
individualidad hacia la masa, en este caso el público asistente a la obra, con
la ubicación de palabras clave en momentos significativos del monólogo o
discurso, y el movimiento de los brazos para acentuar el performance de quien
se desata en la tribuna.
El
orador dispara en ráfagas no solo una intensidad sonora para enardecer antes
que amodorrar, también incontables gotas de saliva visibles cuando en la
parábola de vuelo atraviesan zonas de luz. El humor acuoso producido por las
glándulas salivares, el discurso a pesar de la xerostomía o la sialorrea, la
salivación como reflejo condicional a manera de respuesta ante un estímulo.
En Triunfadela
podrías verte... verte a ti mismo tanto en la tribuna o al interior de la masa
(remarcar, redundancia en la escritura, machihembrar la redacción del texto con
una obra en cuya fuente de investigación e inspiración está la obra de Niolás
Guillén Landrián, Rafael Rojas y su libro El arte de la espera, parte de
la obra de Antonia Eiriz, nuestros periódicos, el susurro de Tania Bruguera,
más la fidelísima habana de Gustavo Euguren, y Alfred Jarry, y la compilación Más
de cien años de humor político, también La selva oscura. De los bufos a
la neocolonia de Rine Leal, El humor otro de Chago Armada, Lázaro
Saavedra con Narcigogia, y 1, 2, 3 probando de Galería DUPP).
Podrías verte cuando en la tribuna estuviste, o cuando en el matutino
transcurrió tu momento frente al resto de la escuela, o en tu intervención tras
levantar la mano, o cuando fuiste conminado a emitir un criterio.
En Triunfadela
estamos casi todos, porque el tribuno-tribuna cede la palabra... no, no la
cede, elige a alguien del público para que este se integre o diluya en ese
sonido modelado por labios y lengua. El elegido por unos minutos deja de ser
masa amorfa y se convierte en un flujo de cifras, adjetivos, sustantivos,
preposiciones, artículos que son una suerte de ilusión a manera de
confirmación. Aplausos solicitados por el tribuno-tribuna, fanfarrias como
parte de la labia del hombre-mujer tribuno-tribuna.
A
ese discurso le atañe la zafra y el café, la pesca y las ferias del libro, la
fabricación de calzado, el ganado mayor y menor, la educación, la ciencia y la
salud, las frutas y vegetales, la erradicación de focos y vectores, las
campañas de ahorro, el destino de la patria, las microbrigadas...
En
las notas del programa se apuesta por una teoría a propósito de ese actuar, ese
discursar, aquella en donde se contempla la posibilidad de que la inmensa
mayoría “estemos bajo los efectos de alguna sugestión o de una substancia
psicotrópica, como el Psilocybe Cubensis”. ¿Sugestión colectiva o el
consumo de un té a partir del hongo que germina en la bosta de las vacas?
¿Acaso es una respuesta o reflejo condicional producido por un estímulo?
Pensar
en la sugestión, el té de hongos, en el condicionamiento pavloviano.
Mirar
atrás, encontrar el origen.
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