Por Habey
Hechavarría Prado
Un performance plástico en escena, una representación de
naturaleza posdramática, la lúcida escenificación de un previo y pertinente
trabajo investigativo. Todo lo anterior y más define a Triunfadela, puesta en
escena con la cual el grupo habanero El Ciervo Encantado conquistó por un día
el Downtown de Miami. Después de su estreno en marzo y de varias presentaciones
a lo largo del año, incluyendo las de New York donde obtuvo el Premio HOLA por
la excelencia teatral, la función extraordinaria ocurrió el pasado jueves
durante el evento CUBAAHORA, organizado por el Centro Cultural Español.
Allí se reunió una nutrida y entusiasta afluencia de
espectadores para quienes los presupuestos del happening y las múltiples
referencias cubanas del espectáculo no parecían extraños. La actriz premiada y
el público que le aplaudió hasta el cansancio lograron una relajada complicidad
e interacción performativa hasta convertirse en co-creadores de un espectáculo
que no es la representación de un texto dramático sino una obra limítrofe entre
las artes visuales y el teatro, un espacio de relaciones socioculturales. Por
eso, lo siguiente ronda la percepción de un público visiblemente internacional
ante una pieza provocadora en este entorno hispanoestadounidense del sureste
urbano de la Florida.
Triunfadela, con la firma indiscutible de su directora Nelda
Castillo, concentra un cúmulo de preocupaciones que van desde tópicos
específicos de la cotidianidad en Cuba hasta problemáticas generales como la
eficacia de ciertas construcciones ideológicas cuya hegemonía, de alguna
manera, enorgullece en la misma medida que enceguece y enloquece. Lo muestra el
personaje de la obra, que interpreta impecablemente Mariela Brito, aunque deja
dudas acerca de su conducta delirante. ¿Es uno de los enajenados que recorren
las calles dando voces e incorporando inimaginables identidades? ¿O es un
antiguo dirigente administrativo o político que enloqueció al ritmo
contradictorio de la sociedad cubana?
En cualquier caso, el personaje se define como un viejo
“dirigente”, una de esas figurillas encartonadas del entramado comunista de las
últimas seis décadas. Caricaturas de un guiñol proletario (aunque los
“dirigentes” llegan a ser influyentes por su poder real), integran un molde del
imaginario colectivo que se ha ido tipificando hasta el ridículo mediante la
codificación de una manera de vestir, de hablar, de gesticular. Un porciento
ostensible de la diversión alrededor del señalado tipo bufonesco procede de su
imagen desmesurada, estrafalaria y harapienta: ropa verde olivo, botas raídas, un
sombrero en forma de maceta invertida, una máscara dibujada en el rostro
ocupado por una cuchara (signo guerrero y de payaso) que le cubre toda la
nariz, y un enorme abultamiento abdominal del que salen dos tubos flexibles de
albañilería que él asume como micrófonos. Esta construcción grotesca, típica de
la estética de El Ciervo Encantado, remeda un pastiche del Sancho quijotizado,
el Ubu Rey de Alfred Jarry y cualquiera de los esperpentos que inmortalizó
Valle Inclán. Así de enano, monstruoso y magnífico luce este personaje
compulsivamente perorante.
El dirigente, en su enajenación, no conversa ante los
perplejos espectadores que participan de la asamblea, sino proclama con
entonación reconocible pero no identificable un vago discurso, poblado de
onomatopeyas y consignas absurdas sobre diversos desafíos sociales. El exaltado
aire tribunicio de los agitadores que intentan elevar el espíritu de las masas
hacia la falsa idea de una victoria segura, pretendía un impacto
propagandístico, pero solo consiguió la hilaridad de los asistentes. El
discurso vacuo proferido desde la típica tarima de los actos de reafirmación
revolucionaria, rodeada de carteles con lemas en consonancia con su percepción
ideologizada del mundo, produce a cada segundo un nuevo contraste con la más
simple realidad que todos advierten menos el enfermizo orador.
A pesar del atractivo formal y simbólico, el performance no
descansa sobre el personaje, fruto de la indagación constante en la cultura
cubana, una característica de esta compañía que durante veinte años ha
protagonizado la vanguardia teatral de su país. El centro constructivo de la
propuesta aprovecha la estructura ideal de la ritualidad revolucionaria. Dicha
estructura comprende una presentación algo grandilocuente que enmarca el suceso,
un discurso de orientación impartido por quien preside el evento, la actuación
calculada de algunos participantes y termina con una votación por lo regular
unánime de acuerdos o resultados previsibles. A ello, el espectáculo agregó la
exhibición de Taller de Línea y 18, un brillante documental censurado durante
décadas como su realizador Nicolás Guillén Landrián, fallecido en Miami tras 14
años de exilio. Los dos bloques dividen el espectáculo en zonas independientes
y de alta calidad en sí mismas. La parte cinematográfica y la segunda teatral
son afines a los actos sindicales. Además, la obra audiovisual sirve de
preámbulo estético, cuasi verídico, a la ficción escénica y a una interacción
posterior.
Después de la delirante alocución del dirigente, los
espectadores desarrollan la dinámica participativa entre comentarios y alguna
consigna tardía. El dirigente introduce a supuestos compañeros que piden la
palabra a ambos lados de la pasarela formada por los asientos. Serán los mismos
espectadores seleccionados al azar, y a quienes se le concede el extraño
privilegio de leer sendos parlamentos escritos con el carácter obcecado del
monólogo principal. Cada participante enfatizó e interpretó “su” texto con
libertad, sin entender donde terminaba la invitación y comenzaba la imposición.
El resto del público sumó sonrisas, risotadas, aplausos y vítores hasta crear
el ambiente de aquella reunión real y satírica.
El cierre de la asamblea es un desfile en solitario con
música altisonante que recuerda varios himnos de dudoso sentido patriótico. La
parodia expresionista y surreal alcanza en este cuadro una carga emocional
sorprendente dentro de una cultura saturada de marchas y concentraciones
políticas. Era la preparación para el último cuadro. Al regresar a la tarima,
el personaje geriátrico y psiquiátrico se congela en la posición arrebatadora a
la cual ha recurrido muchas veces. Y en ese momento, con el puño levantado,
comienza un proceso sutil de apagamiento al consumirse en su propia
reafirmación. La imagen coincide con un paulatino descenso de la luz, recurso
poco significativo hasta entonces. Por un segundo, y después de una hora, el
juego actoral de ritmos, volúmenes y pausas, el diálogo entre múltiples
discursos culturales y el aprovechamiento del tiempo dramático que somete el
tiempo físico, revelan la madurez, coherencia y multilateralidad semántica de
Triunfadela que, al terminar su derrotero dramatúrgico, todavía provoca en
numerosos espectadores a sensación de que aquella divertida reunión artística
pudo haber sido mucho más extensa.
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